Cuando me nombraron por primera vez al puesto de presidente de Ford Foundation, sentí alegría y emoción por el trabajo que venía. Desde ese momento, cada año he ofrecido un mensaje en septiembre con este mismo espíritu, con el fin de compartir mi perspectiva, abordar de manera honesta los asuntos que enfrenta la filantropía y el mundo, y destacar mis fuentes de esperanza.

Sin embargo, mientras que empieza mi quinto año en el cargo, mi optimismo ha sido sometido a prueba como nunca antes. Por la primera vez, me invade un profundo sentimiento de ansiedad y angustia por mi país.

Como un nativo de Texas, me ha dolido el impacto devastador del huracán Harvey en la costa del Golfo de Texas. Crecí en dos pequeñas ciudades, entre Beaumont y Houston, que fueron devastados por la tormenta. Mi corazón está roto pensando en las personas y familias que hace años eran mis vecinos, y la comunidad que me crió y apoyó en mi niñez y juventud. Las noticias de Texas sólo han aumentado la preocupación que siento por Estados Unidos y ha aclarado la necesidad, sobre todo durante estos tiempos difíciles, de un liderazgo compasivo, competente y valiente.

Como muchos de ustedes, estoy perplejo, casi a diario, por múltiples noticias desalentadoras, que a veces debilitan nuestra fuerza. Sólo esta semana, un nuevo ataque politizado (y sin corazón) a inmigrantes jóvenes, en su mayoría latinos -la cancelación del programa DACA- me ha dejado sorprendido. Cuando viajo y visito las organizaciones con las que trabajamos en África, Asia y América Latina, mis amigos y colegas expresan su incredulidad por el liderazgo de Estados Unidos y sus acciones en la comunidad global.

Si bien hemos pasado por tiempos desafiantes antes, siempre he mantenido una fe inquebrantable en la promesa de Estados Unidos y, más allá, en nuestros valores democráticos, y todavía tengo esa fe. Siempre he creído que el progreso es acumulativo, que a medida que más personas y comunidades asuman su lugar en el círculo de la igualdad y las oportunidades que ofrece Estados Unidos, este círculo continuará en un proceso de expansión, convirtiéndose en un círculo de virtud.

A la vez, recuerdo las palabras de James Baldwin durante el momento culminante del movimiento por los derechos civiles en el año 1965: «La historia … no se refiere simplemente … al pasado … La historia está literalmente presente en todo lo que hacemos». Por lo tanto, soy consciente de que, al igual que los líderes que nos precedieron, estamos atrapados entre la historia desde donde emergemos y la historia a la que aspiramos.

Un ruido de odio, un momento de claridad

Hace unas semanas, los elementos más insidiosos de nuestra historia -parte de nuestro carácter nacional como lo es la propia Constitución- emergieron de nuevo, de la manera más desagradable y aterradora. En Charlottesville, Virginia, un grupo de nacionalistas blancos, racistas y antisemitas, marcharon sin capuchas, vergüenza o miedo. Mirando las imágenes que emitieron desde Charlottesville, horrorizado, quedé con la preocupación que el odio se está normalizando en Estados Unidos.

No estaba solo, por supuesto. En las últimas semanas, el pueblo estadounidense ha afirmado, como lo ha hecho tantas veces, que desde la oscuridad viene la luz. Miles de personas y ciudades a lo largo del país, lo expresaron en la frase perfecta de Fannie Lou Hamer, “la justicia eleva a una nación; el odio sólo hace a la gente miserable”.

Para mí es claro, no sólo en este episodio alarmante, sino lo que la historia más profunda ha mostrado: Estados Unidos ha llegado a otro momento definitivo como país. Estamos enfrentando una crisis: la siguiente lucha por el alma de este país se desarrollará en el campo de batalla por nuestra conciencia colectiva.

Cómo llegamos aquí

A pesar de que sólo ha pasado un mes desde el terror y la tragedia de Charlottesville, nuestro ciclo de noticias ya está cubriendo otros eventos. Después de que muchos funcionarios ofrecieran rechazos superficiales o insatisfactorios sobre lo que pasó, , esta conversación -como muchas conversaciones difíciles- ya ha comenzado a perder su urgencia y estamos perdiendo hasta nuestro interés.

Esto no debería sorprendernos. Los estadounidenses han intentado y fracasado en realizar un diálogo sobre raza y justicia a lo largo de la historia de Estados Unidos. De hecho, lo que ocurrió en Charlottesville fue solo el último temblor a lo largo de las fallas geológicas que han estado presentes en la historia de Estados Unidos desde su fundación, representa una reapertura de heridas que apenas han recibido tratamiento, y por lo tanto nunca han sanado.

Es importante repetir que cuando 56 hombres firmaron la Declaración de Independencia, jurando que «todos los hombres son creados iguales», fundaron una nación en la que no todos los hombres eran iguales. Nunca hemos reconocido este hecho, el pecado original de Estados Unidos nunca nos ha dejado, por el contrario, ha alimentado desigualdades que persisten hasta el día de hoy, sea en forma del encarcelamiento masivo o la desigualdad, discriminación en el momento de conseguir una vivienda o desigualdades en la provisión de servicios de educación y salud.

Todas estas crisis actuales son resultado de nuestra complicada y difícil historia, que no ha sanado. Ha llegado el momento de que nuestra nación enfrente su pasado.

Hacernos cargo de nuestra realidad e historia

Estados Unidos no es el único país con la necesidad de evolucionar -y volverse más fuerte- de una historia marcada por la injusticia y el odio. Países como Sudáfrica y Alemania han trabajado de manera deliberada para abordar lo malvado de sus propias historias nacionales, pero Estados Unidos no ha estado dispuesta ni ha podido tomar pasos similares.

La emancipación y la reconstrucción en la década de 1860 dio paso hacia una restauración del orden que existía antes de la Guerra Civil en las décadas de 1870 y 80. Estados Unidos no hizo ningún esfuerzo sostenido hacia lo que hoy se llama la justicia transicional. La nación no pagó reparaciones a los esclavos liberados, los “40 acres y una mula” prometidos a la mayoría de los esclavos afro-descendientes liberados nunca se materializaron. Nuestro país nunca implementó una Comisión de Verdad y Reconciliación, ni participó en una comisión pública, oficialmente sancionada sobre nuestra historia compartida del Norte y el Sur de Estados Unidos.

Como sureño, crecí rodeado por la memoria romantizada de la “causa perdida”. Conocí a personas en la universidad que colgaba banderas confederadas en las paredes de sus dormitorios, y fraternidades que celebraban fiestas en las cuales los estudiantes usaban uniformes confederados. Para ellos, era una forma de sentir su orgullo sureño, y aunque para mí, estos símbolos eran problemáticos, entendí sus intenciones en algún nivel. Cada uno de nosotros damos la mejor cara a nuestra historia, como una manera de reforzar los imaginarios de nuestras comunidades, de nuestras familias y de nosotros mismos. Para todos los estadounidenses -de hecho, para todos los seres humanos- la historia es identidad.

Sin embargo, no hemos podido reconciliar esta narrativa heroica pero falsa con la cruda realidad. En este caso, la verdad es que la Confederación fue fundada -y los soldados lucharon- para destruir a Estados Unidos de América. Su causa era defender y hacer permanente la práctica brutal de la esclavitud, que fue la base de la economía del Sur (y también una parte significativa de la economía del Norte). Su meta era mantener a millones de estadounidenses afro-descendientes en servidumbre. La postura de la Confederación no era moralmente ambigua; su intención de defender y expandir la esclavitud fue el principal objetivo de la Confederación. Simplemente no hay manera de evitar esta verdad.

A pesar de esta situación, de manera increíble no fue hasta el año 2008 que la Cámara de Representantes de los Estados Unidos pudo conseguir los votos para ofrecer una disculpa oficial por la esclavitud y las injusticias de Jim Crow. El que tardaran más de 150 años en aprobar esta resolución nos recuerda que el fracaso de Estados Unidos de aceptar su historia es también un fracaso de su liderazgo y de la voluntad colectiva.

Los sistemas que nos restringen

Por esta razón los eventos del mes pasado en Charlottesville fueron tan reveladores. Demasiados de nuestros líderes siguen sin tener interés ​​en sanar las heridas de la discriminación, los prejuicios, la injusticia y la desigualdad. Nuestros ideales han sido secuestrados en los niveles más altos, pervertidos por narcisismo y egoísmo. En las urnas y en la plaza pública digital, y con demasiada frecuencia, nuestros líderes son recompensados ​​por practicar la política de “dividir y conquistar” que es endémica a nuestra época moderna.

En un pasado no tan lejano, el pueblo estadounidense miraba a sus líderes electos -especialmente al presidente- por su orientación y claridad moral. Hoy en día, con la ausencia de ese liderazgo moral, el miedo resulta en que muchos estadounidenses se resguardan o se protegen solo sobre sí mismos y sus intereses, y se retiran con el fin de mantener su seguridad y supervivencia.

Para empeorar las cosas, hasta nuestros líderes más honorables no son incentivados ni animados a tomar decisiones basadas en lo que saben que es correcto. Más bien, operan en -y están restringidos por- sistemas que refuerzan desigualdades históricas y perpetúan el status quo. Nuestras estructuras arraigadas obligan a los líderes a evitar el liderazgo moral que deben adoptar.

El ejemplo más obvio es en el gobierno.

No es escandaloso decir que a menudo nuestros funcionarios electos están disuadidos de poner a la nación por delante del partido. En los distritos donde hay manipulación de circunscripción electoral, se enfrentan a desafíos de retribución y rivales en las elecciones primarias. Con la obliteración de las reformas a finanzas de campaña post-Watergate, se ven obligados a gastar mucho tiempo en recaudar fondos por el miedo al dinero que llega a sus rivales. El resultado es un conjunto quebrado de incentivos, todos los cuales desalientan el bipartidismo y les disuaden de trabajar en los verdaderos problemas que enfrentan las personas que representan.

Mientras tanto, en el sector privado los gerentes corporativos hacen parte de un sistema que los obliga a subordinar sus valores y creencias personales. Sí, algunos han levantado sus voces –lo que representa un avance-, pero demasiados se sienten presionados para centrarse en los informes trimestrales de ganancias y el precio de las acciones de sus empresas, en lugar de participar en debates morales o pensar en los costos humanos de su silencio o apoyo. ¿Por qué deben arriesgarse a ofender a los consumidores, analistas, o accionistas en adoptar una postura, especialmente cuando el mercado de valores va bien?

La obsesión y la adicción estadounidense a las ganancias de corto plazo, a costa de lograr beneficios para el largo plazo, es el ejemplo más obvio de un fenómeno más grande: los líderes convierten lo trivial en lo importante y lo importante en lo trivial.

En el sector de la filantropía y en la sociedad civil, también tardamos en reconocer las formas en que nuestros sistemas disuaden el liderazgo moral. Muchas veces las fundaciones nos escondemos detrás de los detalles de nuestras misiones en lugar de defender los valores más profundos que impulsan nuestro trabajo. Mantenemos la cabeza baja para evitar que nuestras organizaciones sean objeto de críticas, especialmente en la época actual de guerra social-mediática.

Ni la Fundación Ford ni yo estamos inmunes a estas tendencias, y sé que tenemos que mejorar. Con frecuencia me pregunto si nuestra Fundación utiliza su voz de la manera suficientemente efectiva. También me pregunto si he contribuido inadvertidamente a estos problemas, o reforzado estos sistemas arraigados.

Sé que muchos líderes en el sector de organizaciones sin ánimo de lucro y presidentes de universidades enfrentan desafíos similares. Se preocupan por no ofender a sus donantes adinerados. Algunos se sienten restringidos en su capacidad de decir lo que quieren. Tienen mi empatía, porque cada día estos líderes caminan sobre una cuerda floja para incluir las perspectivas diversas y a veces conflictivas de los grupos que sirven.

Aunque estos problemas se sienten particularmente agudos en Estados Unidos, mis colegas de Ford y yo vemos estas tendencias en todos los continentes donde trabajamos. Desde los movimientos populistas que buscan excluir ciertos sectores de la población, hasta los ataques contra las instituciones públicas, los medios de comunicación y la propia idea de lo que es un hecho verdadero, los desafíos que enfrentamos son globales -como nuestra crisis de liderazgo.

Perfiles de coraje: el liderazgo que necesitamos

Mientras que los sistemas conspiran para limitar a nuestros líderes, la única respuesta aceptable es demostrar coraje: el valor moral de rechazar las viejas reglas y reescribir unas nuevas.  En las escaleras del Capitolio de los Estados Unidos, en presencia de presidentes, y con esperanza para el futuro, fue Maya Angelou quién proclamó: “La historia, a pesar de su dolor desgarrador, no puede ser borrada; pero si la enfrentamos con coraje, no tendremos que vivirla de nuevo”.

He sentido esperanza por las numerosas personas que practican este coraje moral en el terreno y en las comunidades locales, en todos los sectores.

A pesar de los impedimentos que enfrentan los directivos de empresas -la presión ejercida por consumidores, accionistas y juntas directivas- hemos visto a muchos líderes de la industria pararse y usar su poder, como Kenneth Frazier de Merck y Tim Cook de Apple (quien considera que las obligaciones de las corporaciones son una “responsabilidad moral”).

A pesar de las críticas que vienen de otros funcionarios públicos, muchos líderes electos y presidentes de universidades han actuado con rapidez y valentía para quitar los monumentos a la Confederación y enfrentar las incómodas verdades de nuestra historia. En el 2015, cuando la entonces gobernadora de Carolina del Sur, Nikki Haley, retiró la bandera confederada del parlamento del estado, ella declaró que “este es un momento en el cual podemos decir que esa bandera, aunque forma una parte integral de nuestro pasado, no representa el futuro de nuestro gran estado”; en su discurso sobre la decisión de quitar monumentos similares, el alcalde de Nueva Orleans Mitch Landrieu nos recordó que “ahora es el momento de unirnos, sanarnos y enfocarnos en nuestra tarea más grande”. Otros, como la alcaldesa Catherine Pugh de Baltimore, y el rector Greg Fenves de mi alma mater, la Universidad de Texas, han quitado los monumentos propios de sus comunidades que rinden homenaje al pasado racista de nuestro país.

En contraste a las culturas de la aversión al riesgo de muchas fundaciones, líderes como Jim Canales de la Barr Foundation y Grant Oliphant de Heinz Endowments, entre otros, han ofrecido palabras poderosas criticando el odio que vimos en Charlottesville. Sus respuestas admirables me han inspirado como ejemplos importantes de cómo podemos hablar con verdad y fuerza.

Y a pesar de los riesgos personales, los líderes alrededor del mundo están trabajando e incidiendo en favor de los derechos humanos de aquellas personas que han sido invisibilizadas, explotadas y silenciadas por la historia. Hablo del valor moral de personas como Cecile Richards, presidenta de Planned Parenthood, y Sherilynn Ifill, presidenta del NAACP Legal Defense Fund. Hablo de Farhana Khera, presidenta de Muslim Advocates, y el reverendo William Barber, líder de un poderoso movimiento moral por la justicia. Hablo de los jóvenes valientes conocidos como los Dreamers, que son cientos de miles y contribuyen todos los días al único país que conocen.

Estos líderes me dan esperanza en este tiempo de peligro. Ellos demuestran cómo podemos llenar el vacío moral en la cima de nuestro gobierno y desmontar los sistemas que sofocan los avances en el terreno. Nos recuerdan lo que es posible cuando nuestros líderes políticos, corporaciones, organizaciones sin fines de lucro, fundaciones, ciudadanos y vecinos actúan y deciden liderar.

Necesitamos más líderes como ellos.

Necesitamos líderes que construyan puentes, no muros. Necesitamos líderes que trabajen por encima de su partido y nos unan, no políticos que reduzcan nuestro discurso y nos separen. Necesitamos líderes que trasciendan la política de la división, que rechacen el lenguaje de la exclusión, incluso cuando ha resultado ser una poderosa táctica política.

Depende de cada uno de nosotros defender lo correcto: defenderlo en nuestros consejos directivos, accionistas y partidos políticos, y frente a nuestros amigos y colegas cuando sea necesario, incluso cuando no es de nuestro interés inmediato. Y no podemos esperar; tenemos que ser los líderes que nuestros países necesitan y el mundo merece ahora. Al fin y al cabo, ¿cuál es el punto del liderazgo si no es liderarnos en tiempos como estos? ¿A qué podríamos estarnos aferrando, o esperando, cuando todo -todo- está en juego?

Pronto puede ser demasiado tarde para mostrar nuestro coraje, demasiado tarde para tomar las medidas necesarias para reparar nuestra sociedad. Nos arriesgamos llegando a un día cuando cualquier habilidad que tuvimos para realizar cambios o proteger nuestros valores democráticos se haya desperdiciado.

Por lo contrario, tengo la esperanza de que podríamos -y lo haremos- darnos cuenta de la urgencia del ahora. Tengo esa esperanza porque veo todos los días que estamos juntos, dispuestos e impacientes con nuestro deseo de abrir el camino hacia un mundo más justo, definido por su compromiso con la justicia y la igualdad.

Ahora es el momento para el coraje. Maya Angelou dijo, “cuando alguien te muestra quién es, créelo la primera vez”. Y, por lo tanto, este año, mi mensaje es simple: como dice la poeta, mostrémonos el uno al otro -y al mundo- quiénes somos.